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lunes, 16 de noviembre de 2009

post moderno

…” El hecho es que yo no uso eso. El jurado nunca hubiese comprado”.

Esta frase, que aparenta referirse a un caso concreto sometido a juzgamiento en algún tiempo y lugar, tal vez cercanos, tal vez lejanos, opera como disparador del análisis y la reflexión acerca de un tema que, producto de la realidad cotidiana y del escepticismo, muchas veces es soslayado cuando se trata de hablar del proceso penal.
La oposición es clara. Dejando de lado el vetusto sistema de la prueba legal o tasada, la contraposición y comparación de sistemas de apreciación y valoración probatoria se desarrolla entre la libre convicción por sana critica racional y la intima convicción, o, si se me permite la alegoría, entre la actividad probatoria dirigida a la “mente” o la actividad probatoria orientada al “corazón”.

La proposición inicial nos remite a un sistema en el que rige el juicio por jurados, en el que gobierna como método de valoración probatoria la intima convicción. En este régimen existe un juez profesional que preside el jurado, brinda las indicaciones necesarias a los integrantes del jurado para que se desempeñen de acuerdo a las leyes, ya que sus miembros en esencia serán legos respecto de temas jurídicos, y, en el caso de que el veredicto del jurado sea el de culpabilidad, tiene como tarea fijar el monto de la pena a aplicar a quien resulte condenado.

El jurado, en cambio, con base en el debate que se desarrolla frente a ellos de manera oral y pública, de forma contínua y concentrada y en inmediación, debe pronunciar oportunamente el veredicto de culpabilidad o inocencia y no tiene el deber de expresar ningún tipo de fundamentos de la decisión que adopte. Este modelo se caracteriza por la contradicción, es decir, por el enfrentamiento de quienes representan los intereses contrapuestos que se hallan en disputa. Aquí el acusado se defiende, recuperando su papel de sujeto de derecho que le fuera negado en el modelo inquisitivo, que no hace más que reducirlo a la mera condición de objeto sobre el que recae la investigación. Se caracteriza además por la división de tareas entre los órganos del estado, así entonces quien acusa no es quien debe juzgar. Al final alguien triunfa y alguien es vencido y todo acontece frente a un tercero con relación a las partes, un árbitro que no se inclina por favorecer o perjudicar a quien acusa o a quien se defiende, obligando sí a ambas partes, a respetar las reglas del juego.

Es por ello que en este caso el jurado, si quisiera, podría “comprar” aquello que alguna de las partes intenta “venderle”. Aquí la actividad probatoria se dirige a lograr la persuasión del jurado sobre la mayor o menor probabilidad acerca de la certeza de una proposición sobre un hecho o circunstancia a verificarse, para, de este modo, poder fundar en ella una decisión. Se propende a conseguir la intima convicción del jurado y para ello es cardinal la manera en que la mencionada actividad se desarrolla:

En este modelo la iniciativa probatoria se halla en cabeza de las partes y se divide en dos momentos: la prueba de la acusación y la prueba de la defensa (si, en efecto, esta parte ofreció prueba, ya que puede abstenerse de hacerlo si considera que la prueba “de cargo” no alcanza para sustentar la acusación y producir una condena). El acusador, al presentar su hipótesis fáctica y producir la prueba en sustento de la misma, lo hace en forma integra y ordenada, construyendo el relato y presentándolo a las otras partes y al jurado. Luego de ello, la defensa con su tarea visiblemente simplificada, analiza la prueba incorporada por el acusador y decide entonces los pasos a seguir con cabal conocimiento de la importancia relativa de cada una de las pruebas ofrecidas por quien lleva adelante la tarea acusatoria. La actividad defensiva se torna así más eficaz, fundamentalmente por la posibilidad de conocer los elementos de convicción que sustentan la hipótesis acusatoria. En cuanto a la producción de la prueba, se sigue un orden que se halla vinculado a la estructuración de los elementos constitutivos de la imputación, aunque aparezca como desorganizada desde una perspectiva o concepción que responda al sistema inquisitivo. El jurado, que es quien decide en este modelo procesal penal, puede, en efecto, “comprar” : puede convencerse acerca de la superioridad de la teoría del caso presentada por alguna de las partes que se enfrentan en el marco del juicio en un clima de “libre concurrencia”, es decir, sin interferencias de terceros ajenos a los intereses que representan.

El modelo opuesto al descripto anteriormente es el que, bajo el manto de una supuesta modernidad, conocemos como mixto, aunque en realidad resultaría más correcto hablar de inquisitivo reformado. En él, la idea dominante, es la persecución penal pública y obligatoria de todos los delitos sin excepción, a partir de conocida la notitia criminis y previa “confiscación” por parte del estado del conflicto social que se halla en la base de todo caso penal. El proceso, en esta formulación, tiene como finalidad la pretensión de averiguar la verdad material y actuar la ley penal.

El proceso se divide en una etapa inicial caracterizada por la ausencia de contradicción, su escritura y el virtual secreto de las actuaciones para las partes, al menos hasta el momento de la indagatoria. En ella, supuestamente se investiga la hipótesis delictiva que vincula a una persona al proceso (a quien se denomina “imputado”, con tendencia a tratarlo como objeto de la investigación).

Si bien formalmente hay una división de tareas entre quien acusa y quien juzga, se presentan confusiones y avances de todo tipo: El mismo juez que contribuye a establecer la hipótesis a ser investigada, es quien desarrolla luego la instrucción, colectando las pruebas “de cargo”, es decir aquellas que sostienen la imputación en contra del incriminado. Luego, increíblemente, es quien adopta las resoluciones de mérito sobre la tarea que él mismo ha realizado en momentos previos de la encuesta.

Posteriormente, en la etapa del debate, las atribuciones del tribunal se concentran a la manera de un típico inquisidor y devienen escandalosas. Puede, de oficio, producir prueba en el caso de que ninguna de las partes interesadas ofreciere la que considere necesaria. Conduce además el debate y los interrogatorios al imputado y a los testigos, llegando incluso sus atribuciones a la posibilidad de negarle la oportunidad de realizar preguntas a las partes procesales. Determina también el orden de producción de la prueba siguiendo la estructuración de las disposiciones del Código Procesal Penal, privando de tal modo a las partes de la posibilidad de organizar sus estrategias en función de los intereses que representan. Por si todo esto fuera poco, puede reabrir el debate para recibir nuevas pruebas, si lo considerare necesario.


En este esquema, las partes no pueden “vender” (y por ende el tribunal no puede “comprar”) ninguna de las hipótesis formuladas libremente por las partes, ya que el tribunal ha enunciado previamente su propia hipótesis e intentará reafirmarla y auto sostenerla en cada acto del debate que se presente como oportuno para ello. Todo lo antedicho se ve agravado por la “práctica” de leer el expediente antes de participar del juicio, pequeño gran detalle que prefigura los resultados nefastos para el eficiente desarrollo del debate y la suerte del perseguido penalmente, así como también para sus posibilidades de defensa.

Desde aquí optamos decididamente por el primer modelo que humildemente expusiéramos en esta entrada. Nos parece el de mayor contenido democrático, así como también el que estimula la participación ciudadana en la administración de justicia. Pero la razón de más peso relativo es que el juicio por jurados se halla estipulado en la Constitución Nacional (nada menos que en tres artículos: 24, 75 inciso 12 y 118). Para citar solamente algunos autores, Sebastián Soler y Alfredo Vélez Mariconde se referían a estas normas como de naturaleza imperfecta (es decir, que no fijan ninguna sanción para el caso de su incumplimiento). Ambos doctrinarios, de filiación antijuradista, creían ciegamente en la capacidad de los jueces profesionales, considerándolos investidos de un don divino para “hacer justicia”. A veces se servían del prestigio que gozaban para sustentar criterios de opinión que eran tomados por los juristas como “palabras santas”, aunque desde el punto de vista de la racionalidad democrática ofrecieran serios reparos.

Nuestro deseo es que este pequeño y tímido aporte sea de utilidad para tratar de vencer el escepticismo y la resignación reinantes y estimular la lucha para que se coloque imperiosamente en concordancia al proceso penal con la Constitución Nacional y el Estado Democrático y Social de Derecho.

Pablo Alberto Parrino

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